viernes, 30 de noviembre de 2007

La escucha como postura pedagógica en la enseñanza literaria

V CONGRESO NACIONAL DE DIDÁCTICA DE LA LENGUA Y LA LITERATURA
HOMENAJE A MAITE ALVARADO

Título de la ponencia:
La escucha como postura pedagógica en la enseñanza literaria
Autora: Cecilia Bajour

Resumen:

El propósito de este trabajo es reflexionar sobre la escucha como vínculo pedagógico entre docentes y alumnos en situaciones de enseñanza de literatura. Dicha reflexión surge del análisis de experiencias de lectura realizadas en el Postítulo de Literatura Infantil y Juvenil de la Ciudad de Buenos Aires. A la pregunta sobre qué tipo de relación pedagógica es aquella donde la escucha tiene un lugar importante se suma el interrogante acerca de la relación entre literatura y escucha. La hipótesis propuesta es que este discurso de alto impacto, la literatura, tiene a partir de sus características específicas que en algunos casos comparte con otros objetos artísticos la posibilidad de potenciar experiencias de enseñanza donde la escucha sustentada en un saber teórico acerca del objeto y una postura desde la didáctica sociocultural ocupa un rol central. Dichas reflexiones se proponen en diálogo con el análisis de diversos registros de lectura literaria que escenifican el lugar de la escucha como habilitadora de una intervención pedagógica significativa en el docente que lleva adelante la experiencia.


Hace unos meses junto con el equipo de coordinación y profesores del Postítulo de Literatura Infantil y Juvenil de la Ciudad de Buenos Aires[1], que actualmente se encuentra llevando adelante el programa de la tercera cohorte, nos embarcamos en la tarea de pensar en el particular dispositivo de capacitación que estamos impulsando. Sentíamos que necesitábamos convertir en escritura, en pensamiento compartido, algunas experiencias, interrogantes y hallazgos de una experiencia de capacitación que en algunos aspectos nos aparecía como inédita. Esta ponencia, entonces, es una de las maneras de narrar y reflexionar sobre estas prácticas
Una mirada panorámica a la propuesta[2] deja ver que hay una primera parte (la más extensa) que parte de la problematización del objeto. En las representaciones de una buena parte de los docentes que cursan, la literatura infantil y juvenil es vista en un comienzo como un objeto tranquilizador, controlable. Luego sigue el encuentro con problemas de la teoría literaria, donde la literatura para niños dialoga con la literatura para adultos en una continuidad saludable para la consideración de la primera. En un tercer momento, tiene lugar sobre la mirada con perspectiva histórica sobre la lectura y los modos de leer, sobre todo de niños y jóvenes en la historia argentina y, para concluir esta etapa, un análisis teórico de las propuestas narrativas, aunque no sólo, más innovadoras y en algunos casos transgresoras de lo considerado canónico en la literatura infantil y juvenil.

En esta primera etapa los docentes pasan por una experiencia intensa de lecturas tanto literarias como teóricas que les provoca una suerte de “olvido” de la escuela, de la práctica cotidiana, aun cuando muchos cuentan que empiezan a cuestionar su canon o las formas de abordar los libros y lecturas que proponen a sus alumnos. Lo que sucede es un encuentro contundente con textos y formas de leer que ponen de relieve que la literatura infantil y juvenil no es sólo un universo controlable de temas y formas con escasa variación y espesor. O en todo caso, lo que muchos comienzan a vislumbrar es que es posible leer de otro modo este tipo de literatura. En ese descubrimiento juega un rol muy importante la relación entre teoría y lectura, donde la teoría no antecede a la lectura provocando aplicaciones reduccionistas sino que se imbrica con ella a partir de lo que los docentes lectores van construyendo. Es decir, los textos teóricos encuentran sentidos en las prácticas de lectura: la literatura genera vasos comunicantes con la teoría leída (con intervenciones que priorizan este camino, claro, tanto por parte de los conferencistas invitados como de quienes trabajamos directamente con los docentes) y esto se produce sobre todo en las discusiones colectivas acerca de los textos. Luego, al hablar de la escucha, tema central de esta ponencia, veremos cómo esta particular relación entre teoría y lectura hace diferencia en la relación que muchos hasta el momento tenían con la literatura.

Luego de este primer encuentro con una forma distinta de leer literatura que para muchos es inaugural, en la etapa final del postítulo el énfasis está puesto en la lectura considerada como una práctica sociocultural que puede manifestarse en formas muy diversas y en la posibilidad de los docentes de narrar y reflexionar individual y colectivamente sobre las prácticas que llevan a cabo.[3] La escuela u otros ámbitos vuelven con fuerza a ser el centro de las preocupaciones que, como decíamos antes, habían sido puestas entre paréntesis en la primera etapa. Comienzan a entrar en juego las formas diversas en que es posible generar situaciones de lectura literaria donde la sociabilidad de los sentidos y la reflexión teórica a partir de ellos tengan lugar desde gestiones e intervenciones interesantes de quienes las coordinen. La teoría discutida y estudiada encarna entonces en la riqueza de la práctica y sacude de distintas maneras los hábitos profesionales, institucionales y culturales alrededor de la lectura. Eso aparece en las palabras de algunos maestros cuando reflexionan sobre el recorrido realizado como el caso de esta maestra de Nivel Inicial que dice: “Creo que recién ahora entiendo el sentido que tuvo la propuesta que nos hicieron en el postítulo: mientras que cursamos la teoría nos benefició y preparó para modificar nuestra actitud frente a los libros, como también nuestra forma de trabajar y valorar la literatura, pero si no hubiéramos atravesado la experiencia de campo, la realidad en sí misma, el contacto directo con lo que los textos nos decían, la experiencia hubiese sido incompleta y los conceptos no hubieran quedado tan claros”.[4]

Además de la valorización de esta forma particular de apropiarse de la teoría, uno de los temas que más nos llamó la atención tanto en nuestra posición de capacitadores como en las formas en que los maestros se veían a sí mismos como mediadores de lectura, fue el modo en que se destacaba, ya sea explícita o implícitamente, el rol de la escucha en los vínculos pedagógicos que se generaban con sus alumnos a partir de la lectura.

Nos llamó mucho la atención que cuando los docentes reflexionaban sobre cómo llevaban adelante experiencias de lectura con sus alumnos, aparecía de múltiples maneras una nueva forma de posicionarse frente a lo que ellos traían, a lo que ellos decían. Algo así como que estaban comenzando a escucharlos de otro modo. Este descubrimiento tenía muchas coincidencias con el que vislumbrábamos nosotros cuando pensábamos tanto en el armado como en el efecto en nuestros alumnos de las clases del postítulo y de otros lugares donde trabajábamos. También sentíamos que junto con ellos íbamos aprendiendo una postura de escucha que se caracteriza por una tensión, muchas veces incómoda quizás para los hábitos con que nos fuimos formando, pero sumamente desafiante, entre dos decisiones: una, la necesidad de suspender los prejuicios (o al menos revelar o dar a entender su carácter de provisorios) acerca de lo que un texto “debe” significar para los lectores y otra, la de habilitar, a través de la divulgación y circulación de saberes y aproximaciones teóricas, formas nuevas y diversas de pensar esos textos. Es decir, no es una escucha “light”, sin consecuencias, sino que se trata de una escucha cargada de interrogantes teóricos que no pretenden ser autorreferenciales o totalitarios, sino abiertos al diálogo con las formas en que los docentes construyen sentidos acerca de los textos literarios.
Tampoco se trata de una escucha terapéutica ni de la que tiene lugar en intercambios religiosos o en la espesura de la amistad, aunque curiosamente pueda tener algunas coincidencias con esas formas de escucha, más allá de las profundas diferencias ideológicas o tácticas en las intenciones. Coincidencias que pueden tener que ver con la importancia dada a la palabra del otro, a la valoración subjetiva de lo que el otro puede construir por medio de su mirada, su discurso y su experiencia.

Si atendemos a lo que nos muestra la experiencia didáctica, por ejemplo mirando muchas de las prácticas docentes, en una primera representación la escucha podría ser retratada en el gesto en el que uno suspende sus palabras para dar lugar a la palabra del otro. Sin embargo esto puede ser sólo una ilusión, una puesta en escena de la escucha, ya que no puede reducirse a la supuesta corrección de las formas, a la relación cordial de quien respeta los turnos de conversación. En diversas situaciones educativas todos pasamos por situaciones de intercambio donde alguien escucha para luego ejercer algún tipo de control sobre el otro. También suceden situaciones de escucha en las que subyace sólo el deseo de confirmar una verdad inamovible, previa, de quienes representan en apariencia el acto de escuchar. En esas situaciones parece que lo que uno piensa o dice ya está previsto en la decisión del otro, del que nos presta su oído o atención, aun cuando el otro crea o exprese que ha tendido un puente entre él y nosotros. En relación con esto es interesante traer lo que plantea Bajtín, quien en su análisis de cómo se expresa la subjetividad en los enunciados parece estar hablando todo el tiempo de la escucha, cuando dice “no se debe interpretar la comprensión como traducción de una lengua ajena a la propia”. Si relacionamos este planteo con nuestro tema, la escucha supondría no disolverse en el otro, sino el diálogo de dos culturas que “no se funden ni se mezclan, sino que cada una conserva su unidad e integridad abierta, pero las dos se enriquecen mutuamente”.[5]

Desde esta visión dialógica de la escucha, podríamos afirmar que se trata fundamentalmente de un vínculo de dos conciencias que se reconocen. Sobre todo, lo que importa en la relación pedagógica es la forma en que el que escucha atiende a las circunstancias únicas y particulares en las que una voz, la voz escuchada, tiene lugar.

Si pensamos esta atención a la singularidad desde el punto de vista político, la escucha es una práctica que suele sorprender en contextos laborales y familiares heridos por muchos años de formas diversas de autoritarismo y operaciones de exclusión. Ser escuchado, sentir la palabra propia valorada por otro es vivido en muchos casos como una situación extraordinaria, como algo excepcional. Esta dimensión política tiene consecuencias en la elección de los lugares y tipos de experiencias de campo que los docentes del postítulo deciden realizar al hacer su trabajo final, ya que muchos deciden llevar a cabo su proyecto en lugares vulnerados por la exclusión económica y social, donde la escucha también suele estar excluida.

Lo dicho hasta ahora acerca de la escucha podría hacerse extensivo a cualquier relación pedagógica. Pero en este caso nos interesan especialmente las formas en que se construye una relación de escucha en la lectura literaria y con la teoría. Nos referimos tanto a situaciones de lectura durante encuentros de capacitación como, por ejemplo, a las experiencias de lectura que llevan a cabo los docentes en terrenos diversos y que registran para sus trabajos de campo.
La pregunta es si la literatura, (y podríamos también pensar en los distintos lenguajes artísticos), tiene algo que produzca una relación con el conocimiento en donde la escucha pedagógica tiene un lugar especial y deja huellas en quienes son participantes de actos personales y sociales de lectura.

Algunos de los intentos de definir la literatura, aunque siempre inasibles y provisorios, parecen darnos algunas respuestas a este interrogante. En uno de esos acercamientos a una definición, Beatriz Sarlo plantea que la literatura se caracteriza por la densidad formal y semántica, por ser “un discurso de alto impacto, un discurso tensionado por el conflicto y la fusión de dimensiones estéticas e ideológicas que nos afecta de un modo especial”[6], que llena a los lectores de preguntas. Desde ese punto de vista en la literatura subyacen todas las potencialidades de la escucha ya que es un discurso inestable, enemigo de las respuestas únicas que obturarían el diálogo (y en consecuencia, la escucha).

Algunas decisiones de la práctica pedagógica en torno a lo literario sin embargo nos demuestran que el solo contacto con los textos literarios no garantiza la relación intersubjetiva, dialógica, que hace posible la situación de escucha. Si retomamos la idea de que hay situaciones en las que alguien intenta imponer su prelectura o una verdad establecida de antemano al que escucha o al que lee, la diversidad de sentidos que se plantean en las lecturas queda cerrada por esta actitud dogmática. De hecho, hay formas de leer literatura que obstinadamente hacen oídos sordos a la diversidad de interpretaciones y conducen a reconstruir un sentido predeterminado. En la actualidad, en las producciones literarias para niños y jóvenes y en algunos modos escolares de ser leídas ocurren muy a menudo estos reduccionismos. Ejemplo de ello son tanto los textos y colecciones que arman sus mundos ficcionales sólo para poner de relieve un valor (transformado en contenido transversal por la escuela), como la inducción a leer en una clave única , muchas veces políticamente correcta, textos que se caracterizan por el contrario por visiones inestables o transgresoras del mundo.

La elección de textos que desafían de distintas maneras los sentidos cristalizados o la tendencia al estereotipo es un camino para que las voces diversas aparezcan y sean tenidas en cuenta. En esto tiene un lugar importante la intervención del mediador cuando posibilita que algo interesante suceda en la lectura colectiva de un texto. “Levantar” un comentario de un lector supone una actitud de escucha que a su vez es formadora de escuchas. [7]

Un ejemplo interesante de la escucha que valora al otro y colabora con él en su construcción de significados literarios es el que registró Lidia, una bibliotecaria de una escuela pública de la ciudad de Buenos Aires en su trabajo final en el postítulo[8]. Su proyecto se basó en la lectura compartida de libros álbum del ilustrador inglés Anthony Browne con chicos de primer y tercer grado en la biblioteca escolar donde trabaja. Varios de los textos de este autor, como Zoológico, La familia de los cerdos, Voces en el parque se caracterizan por narrar en un juego dialéctico entre palabra e imagen historias que representan con humor fuertemente irónico situaciones de la vida contemporánea. Estas situaciones se ven enriquecidas, como suele suceder en los libros album, por un empleo original y polisémico de múltiples recursos retóricos del lenguaje plástico que dialogan con el texto escrito. Las alusiones, muchas veces paródicas, a obras plásticas u otras manifestaciones culturales como películas o textos literarios, son recurrentes en este autor. Este uso abundante de la intertextualidad se ve sobre todo en obras de Browne como Las pinturas de Willy, Willy el pintor o El túnel, entre otras. Todo en estos libros (diseño, tipografía, uso del color, perspectiva, etc.) invita a la producción de sentidos. Varios de ellos fueron usados en este proyecto de lectura. En algunos fragmentos del diario de clase de esta bibliotecaria es posible advertir el lugar dado a la escucha tal como la venimos describiendo en esta ponencia:
“Hoy empecé a trabajar en tercer grado con Voces en el parque. Al entrar a la biblioteca un nene me dio por escrito sus opiniones sobre los libros leídos en clases anteriores. Le pedí que las leyera en voz alta. Decía: “El libro de los cerdos me intrigó porque cuando está el padre en un sillón se le veía forma de cerdo”; “El túnel me intrigó mucho porque cuando la chica encontró a su hermano estaba convertido en piedra”. “Intriga”, pensé… ¡Qué nombre tan apropiado para la sensación que producen estos libros! Decidí preguntarle a los demás: “No son fáciles”, acordaron. “Dejan muchas cosas sin decir”- dijo una nena. “¿Y entonces?- pregunté. “Entonces hay que pensar…”- dijo. Es evidente que el hecho de tener que llenar los hiatos que el texto deja los ha movilizado, la necesidad de encontrar un sentido a un texto no unívoco confrontando diferentes interpretaciones les ha producido inquietud y claramente lo diferencian de los cuentos convencionales”.

La forma en que esta bibliotecaria presta atención y da relieve a una palabra como “intriga” está estrechamente relacionada no sólo con la lectura profunda de los textos de Browne que la predispone a tener una escucha más atenta y mejor sustentada, sino también con la valoración de las formas particulares que tienen sus alumnos de hipotetizar sobre sus efectos, más allá de que no usen una terminología específica para hacerlo. Las preguntas que invitan a socializar sentidos muestran la importancia dada al sello particular con que los chicos nombran sus hallazgos.
Otro ejemplo muy interesante de esta actitud de escucha flexible y atenta a las construcciones teóricas se refiere a la lectura con chicos de primer grado del libro “Voces en el parque”, que se caracteriza por presentar una misma historia, un paseo por el parque de una madre con su hijo y su perro por un lado, y un padre con su hija y su perro por otro. La historia es contada desde cuatro puntos de vista diferentes. Esta lectura ya había sido hecha con chicos de tercer grado. Dice Lidia:

“Si bien al igual que los chicos de 3º grado asociaron las imágenes con los sentimientos de los personajes, no pudieron comprender la simultaneidad de las historias. Decían: “Cada uno fue a un parque diferente”. “Y entonces cómo se encontraron los perros y los nenes?- pregunté. Pero volvieron a responder apelando al hechizo. Resulta evidente que la hipótesis que ellos manejan es que las historias deben ser contadas cronológicamente y recurren al pensamiento mágico para explicar todo hecho que no responda a esos cánones”.

En este ejemplo me parece destacable el oído fino que le permite registrar la resistencia (quizás propia de la edad) a pactar con una estrategia narrativa que se aleja de las formas convencionales de narrar a la que están habituados los chicos más pequeños. No hay intención de forzar sentidos, de llevar a una interpretación supuestamente “correcta”, sino que por el contrario, se advierte el interés por comprender el por qué de la resistencia.

Estos registros junto con variadas situaciones de lectura literaria, tanto en situaciones de capacitación como en otras situaciones donde la lectura ocupa un lugar central, nos invitan a preguntarnos por el equilibrio delicado entre escucha e intervención. ¿Cómo se determina el momento para la relación teórica en una situación de construcción colectiva de los sentidos de una lectura? ¿Cómo se propicia la relación autónoma con los textos literarios donde por un lado se habilite la escucha de todos los sentidos y por otro se problematicen y sistematicen las reglas de construcción? ¿Es posible evaluar el enriquecimiento en la capacidad de escucha propia y de nuestros alumnos? ¿Cuáles son las formas más interesantes para registrar esta evaluación?
Estos interrogantes abren búsquedas que pueden encontrar respuestas en múltiples miradas y paradigmas disciplinares. Entre ellos, los aportes de la etnografía aparecen como un camino interesante para indagar sobre el tema de la escucha en la relación pedagógica por el lugar dado a la voz del otro en la construcción de interpretaciones sobre las prácticas, en este caso de lectura. Por otra parte es muy productiva la lectura de Bajtín, tal como lo habíamos planteado, cuando plantea el carácter dialógico de los enunciados: la escucha presupone un diálogo que impide que las voces estén solas.

Pensar la escucha como una categoría pedagógica nos puede poner en alerta para evitar que algunas voces excluyan a las otras. La valorización de la escucha se contrapone entonces al gesto de apagar las voces que se manifiestan en la lectura, a veces con palabras, a veces con sonidos que se cruzan en el aire, a veces desde los diversos modos del silencio.


Bibliografía:
Bajtín, Mijaíl. Yo también soy (fragmentos sobre el otro), México, Taurus, 2000
Sarlo, Beatriz. “Los estudios culturales y la crítica en la encrucijada”. En Lulú Coquette. Año 1. Nº 2, Noviembre de 2003.


Notas:

[1] El Postítulo de Literatura Infantil y Juvenil es un dispositivo de capacitación que se caracteriza por una formación post inicial para docentes de la Ciudad de Buenos Aires de todos los niveles en temáticas relacionadas con la literatura para niños y jóvenes y experiencias de lectura tanto en la educación formal como en la no formal.
[2] El Postítulo tuvo como primera Coordinadora General a Maite Alvarado, quien redactó junto con Alicia Cantagalli y conmigo (ambas coordinadoras académicas) el programa que llevamos adelante. Después de su muerte, junto con Gustavo Bombini, actual Coordinador General, continuamos ese programa que intento caracterizar brevemente en esta ponencia.
[3] El trabajo final de postítulo consiste en la gestión y realización de una experiencia de lectura en la escuela u otros ámbitos fuera de ella (comedores, institutos de minoridad, hospitales, etc.). Esta experiencia es acompañada y coordinada en instancias semanales de tutoría. Allí, en pequeños grupos con compañeros que están llevando a cabo otras experiencias, los docentes leen, escuchan y discuten los textos en los que registran las experiencias de lectura que realizaron durante la semana para su proyecto, comparten hallazgos e interrogantes y discuten sobre el armado del escrito final.
[4] Adriana Muro, Maestra de Nivel Inicial. Trabajo final en una Biblioteca Popular de Valentín Alsina como coordinadora de un taller de lectura.
[5] Bajtín, Mijaíl. Yo también soy (fragmentos sobre el otro), México, Taurus, 2000
[6] Sarlo, Beatriz. “Los estudios culturales y la crítica en la encrucijada”. En Lulú Coquette. Año 1. Nº 2, Noviembre de 2003.
[7] Es llamativo cómo predominan en la jerga didáctica las metáforas acerca de la bajada, donde la escucha no tendría lugar. Por el contrario, en eso sigo a la profesora Claudia López, las metáforas “emergentes” como “levantar lo dicho por alguien” son mucho más habilitadoras que las que sumergen (“bajar un contenido o un sentido”, por ejemplo) ya que estas últimas parten casi siempre de representaciones pasivas y deficitarias de los destinatarios de tal bajada.
[8] Este proyecto de lectura, llamado “Club de lectores de Anthony Browne” fue realizado en el año 2003 por la bibliotecaria Lidia Di Benedetto en la Escuela Nº 2 del DE 2º de la Ciudad de Buenos Aires.

martes, 16 de octubre de 2007

Una lectura de Cortázar


Por Gabriel Pabón Villamizar


Hace poco, en una entrevista para el periódico de Comunicación Social de la Universidad Javeriana, y preguntado sobre lo que había significado RAYUELA para mí, afirmaba:

"Leer RAYUELA supuso un mazazo. Y no tanto por la propuesta estructural, que le dejaba al lector libertad para construir su propio orden de lectura, sino por la puesta en escena que exponía: una confusa y lúdica búsqueda de valores por parte de Horacio Oliveira, personaje que también jugaba su propia rayuela saltando de una militancia a otra, bajo la sospecha que había en el mundo un lugar o un tiempo en el que él estaba esperándose a sí mismo. Horacio éramos todos; y Cortázar, a través de su personaje, le dio voz a las angustias de una generación que se movía entre varios escepticismos: la política, el tardío coletazo existencialista, el erotismo y sus revueltas, la sospecha metafísica, la sed de permanencia y de absoluto. Rayuela, Cien Años de Soledad y Pedro Páramo se constituyeron en los grandes monumentos literarios de la época, y nos abrieron los horizontes con la violencia de un relámpago; o, parafraseando a Miguel Hernández, de "un rayo que no cesa"... hasta el sol de hoy. "Posteriormente, conocimos sus cuentos, a los que volvemos siempre. "Continuidades de los parques", "El Perseguidor" y "Autopista Sur" son los más conocidos y citados; pero al lado de ellos, "Lugar llamado Kindberg", "Vientos Alisios", "Reunión", "El otro cielo", entre otros, no sólo nos deslumbraron con su técnica, sino que nos reconciliaban, a cada lectura, con sentimientos relegados o escondidos: el sobrecogimiento y la ternura que no depara el mundo; en fin: aquellas cosas que, no por inesperadas, podían haber estado agazapadas o presentidas en las profundidades del deseo. Después leímos "Cronopios y famas" y lo convertimos en un manual contra la pesadumbre y el conformismo; era la libertad hecha fiesta; era la invitación a ser creativos aun en los actos más anodinos y cotidianos. "Una reconciliación con la vida y sus infinitas posibilidades: eso era y es Cortázar".

Pero en la narrativa de Cortázar, la primera referencia que se nos viene a la cabeza – y tal vez la más conocida- tal vez sea uno de los relatos más cortos de su cuentística; es una pequeña obra maestra que ilustra a la perfección lo que es un caso, no sólo de metatextualidad y, más aún de metanarración, sino del recurso técnico del mis en abime (puesta en abismo), y en ese sentido puede ponerse al lado (respetando proporciones, magnitudes y momentos históricos) de otras obras que presentan metatextualidad: Don Quijote de la Mancha, Hamlet, y, en la cuentística, el recurso básico de la estructura de las Mil y una noches. Si en Niebla de Miguel de Unamuno el personaje central amenaza al final de la novela la existencia del autor, en el cuento de Cortázar el personaje agrede al lector y lo mata. En ese sentido, Cortázar alcanza en su relato un grado de perfección y de maestría difícil de superar.

Pero ese recurso de mostrar el revés del guante y adentrar al lector en otra dimensión de la realidad, es una constante en gran parte de sus cuentos. Atrapa al lector en la ficción mediante el trazo ágil de personajes y situaciones, y cuando el lector está sumergido en esa realidad, lo empuja a otra dimensión donde lo fantástico es posible. La figura que mejor puede ilustrar este proceso es la del “agujero negro”, imagen que debo a Lucas Vertelli. Los cuentos de Cortázar son con agujeros negros: su gran energía atrae al lector, que ya no puede salirse la fuerza gravitacional del relato, y en el momento de mayor atracción y adentramiento veloz, y casi sin que apenas se de cuenta, puede estar en otra dimensión de la realidad, en un universo paralelo donde la existencia del co-rrelato es posible.

Un excelente ejemplo de este recurso es el relato Lejana. En él, Alina Reyes siente una inexplicable pero ineludible fuerza (en fin: una pulsión, como se denominaría en psicoanálisis) que la conduce nada menos que a visitar un puente desconocido en Budapest; en la mitad del puente encuentra una mendiga; una mayor aproximación conduce al contacto físico, y este a traspasar la barrera de la identidad, de tal manera que quedan trastocadas - o, mejor, troqueladas- las identidades. Yo veo en ese recurso una alegoría de la labor del escritor: el esfuerzo de imaginar otras vidas, casi compulsivamente, la obsesión de meterse en otro pellejo, hasta el punto de poder dar testimonio de vivencias que no por ser excepcionales dejan de ser transmisibles y comunicables. Ese mismo mecanismo se hace presente en Axoltol, en el que, en un momento determinado un personaje, que puede ser espectador humano de un zoológico, trastoca su identidad con quien puede ser la bestia tras las rejas; y decimos “puede” porque esa es otra de las particularidades de Cortázar: saber jugar con la ambigüedad de sus personajes, incluso con cierto matiz de indefinición, que es el mismo que opera en La Casa Tomada, o en Cefalea.

A propósito de Cefalea, el dramatismo e, incluso la catástrofe y la tragedia también están presente en los cuentos de Cortázar sin que en ellos se abandone el tono lúdico y coloquial. La enfermedad, por ejemplo, conforma uno de los temas que Cortázar desarrolla con especial ingenio y originalidad. En Cefalea, la narración en primera persona de plural, gira en torno a dos ejes temáticos: el cuidado que el grupo debe hacer de las mancuspias, y los dolores de cabeza (en el sentido literal y figurado) asociados de manera misteriosa a ese cuidado. El rol de los personajes se define con un nombre propio: el nombre de cada enfermedad, que los distingue unos de otros: Aconitum es un personaje; Bryonia el otro; Nux Vomica un tercero En ocasiones, el nombre es genérico: comprende a un grupo de individuos que padece la enfermedad o cuya sintomatología presenta rasgos análogos. Los remedios para combatir las clases de cefalea son marcadamente fantásticos: consumo de arena, por ejemplo. Gran parte del encanto del relato es que está dicho de manera casual, casi coloquial. Lo fantástico no está abordado como tal, sino de manera natural, y, entonces, el narrador desplaza la importancia o en énfasis de su relato a cuestiones derivadas, dificultades corrientes. La cefalea en realidad no es tal: es decir, no se manifiesta como dolor, sino como sensaciones de mareo, vértigo y distorsión de la realidad. Es una distorsión de la realidad contada sin pánico ni dramatismos, sino en el nivel de gravedad que podría tener una molestia menor, como un catarro, un resfrío común o una alergia. La evolución de la enfermedad conduce a una lenta mímesis entre la causa primera y el síntoma; entre el objeto y su connotación, creando aquí una especie de mis en abime potenciado por el hecho de que el manual en el que consultan la enfermedad, habla de una manifestación final de la cefalea: el crotalus cascavella , alusión metafórica para referirse al efecto alucinante del veneno y a la circularidad de los síntomas, y de la misma situación: Algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza (Entonces la casa es nuestra cabeza, la sentimos rondada, cada ventana es una oreja contra el aullar de las mancuspias ahí afueran)

Otro tema de especial interés en la cuentística de Cortázar es el de la escritura y la lectura. Inmediatamente vienen a la mente dos relatos: “El Perseguidor” y “Grafitti”. En el primer relato Cortázar escribe sobre un escritor, pero el personaje no es tanto el escritor sino el personaje referente de su escritura; es decir – y esa es la impresión que se lleva el lector- su víctima. El tema es la deslealtad e, incluso, la manipulación que suelen hacer un biógrafo de su personaje escogido. En ese sentido, independientemente de otros méritos, uno de ellos es la inolvidable develación que hace Cortázar de una modalidad de la fetichización de la escritura, y tal vez la más extendida: la fidelidad de los discursos históricos y rememorativos de eventos y personajes.

Hemos citado algunos ejemplos de los recursos utilizado por Cortázar en sus cuentos, y que son indicativos de la gran complejidad y profundidad de sus planteamientos que subyacen bajo una forma que le llega fácil al público, y que puede resumir gran parte de su escritura: la creación de ambientes cercanos, familiares al lector, pero al mismo tiempo cargados de planteamientos profundos e inquietantes.

En fin: leer a Cortázar es adentrarse en una dimensión donde la realidad de todos los días no es ese lugar seguro que todos creemos; una dimensión donde las cosas, los hechos, las personas puede saltarnos (y asaltarnos) la imaginación para mostrarnos asombrosos matices de su potencialidad. Cortázar es una grata manera de aceitar la imaginación y reconciliarnos de una manera amable con la riqueza de la vida.

"Cuentos de animales”, de Rudyard Kipling



Por Gabriel Pabón Villamizar


Kipling es un autor conocido en nuestro medio por tres modalidades de su producción: su cuentística, su literatura infantil (una modalidad específica de relatos) y algunos de sus poemas. “Cuentos de la Selva”, es su obra más difundida, acompañada del popular poema If (Si …).

Casi setenta años luego de su muerte (ocurrida en 1936), la cuentística de Rudyard Kipling (merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1905, por primera vez concedido a un escritor inglés) e independientemente de su factura, deja un incómodo, pero a la vez nítido sabor colonialista. La focalización en sus relatos toma partido por sus héroes; ellos, usualmente son personajes ingleses de raza blanca que desprecian y combaten la fealdad y la maldad intrínseca de los nativos de las colonias británicas; ello agravado con el trazamiento de un perfil notablemente maniqueísta de sus personajes; el inglés colonialista tiende a ser depositario de todos los valores positivos; y el nativo que se le opone, siempre lo hace motivado por una perversidad connatural a su merecida condición esclavo o vasallo; a todo ello se une una explícita discursividad, por parte del narrador a favor del hecho colonialista y de la bondad del imperio británico, que llega incluso a niveles de panfleto de insostenible presentación. Desde el punto de vista político, la obra de Kipling se inscribe en la corriente del más neto imperialismo; es el jingoismo, que en Inglaterra “integraba tanto a políticos tories (Disraeli, Rhodes) como liberales-imperialistas (Chamberlain). El Jingoísmo era un movimiento nacionalista y racista británico y consideraba necesario el Imperio, pues la "mejor raza del mundo" puede y debe dominar a los pueblos inferiores. Este sentimiento hipernacional estaba alimentando por el acoso a la hegemonía británica que representaban Alemania y Estados Unidos. Numerosos intelectuales se sintieron atraídos por el llamado "darwinismo social", que extrapolaba las ideas evolucionistas de Darwin a las cuestiones sociales y políticas, afirmando la existencia de naciones más capacitadas para la supervivencia. Tal vez el mejor representante de esta corriente es el escritor británico Rudyard Kipling que habla de "el deber del hombre blanco” (Manuel González Evangelista. El imperio colonial británico).

El sesgo político de su cuentística no opaca los méritos de lo que significó Kipling es su momento. El Premio Nobel le fue otorgado “en consideración al poder de observación, original imaginación, fortaleza de ideas y notable talento para la narración (Juan Camerón, Para comprender la ley de la selva. Kipling o la ética colonial). Y escritores de la talle de André Maurois conceptuaba en su momento: “(Kipling es) el mayor escritor inglés de nuestra generación y el único escritor moderno que ha creado verdaderos mitos perdurables” (Juan Camerón. ïdem). Desde otra perspectiva política, hay que tener en cuenta que Kipling hace parte de la narrativa aventurera, que “nace con el romanticismo, con su repudio a las exigencias sociales que coartaban la libertad del individuo, con su exaltación de la antigüedad y las zonas remotas, el culto del heroísmo, de las inmensidades oceánicas y la fascinación experimentada por los ámbitos exóticos”.

De mayor aceptación, casi universal, es el poema If, de gran sonoridad en inglés (If you can keep your head/ when all about you are losing theirs); aunque su contenido no deja de generar algunos debates, no tanto por su mensaje en sí, sino por su manoseo por los usuarios, su utilización comodín y su funcionalidad kitsch. Es uno de esos poemas “de sabiduría” que encaja a la perfección con los mensajes preferidos en los libros de auto ayuda y superación personal. El poema exalta el sentido de la auto-afrimación y la ecuanimidad en medio de crisis, pero tiene el cuestionable tono de verdad universal que no reconoce contingencias ni relatividades; al respecto, precisamente Manuel Ríos hace una parodia consistente en conservar intacto todo el poema, menos los dos últimos versos, que reemplaza por su aporte irónico: “Si puedes mantener la cabeza cuando todos a tu alrededor/ pierden la suya y por eso te culpan … es que no te has enterado de nada”. .

Artificialismo y Literatura Infantil

En su libro sobre literatura infantil, el chileno Hugo Cerda nos recuerda que hay dos tipos de imaginación: la imaginación creadora y la imaginación reproductora; en ese orden de ideas, no es que el niño tenga más imaginación que el adulto, sino que se ve precisado a utilizarla con mayor frecuencia para rellenar los “huecos racionales”, por así decirlo. El niño no deja preguntas sin resolver, y su mentalidad tiende a darle a los fenómenos del mundo una explicación mágica, como ya lo había teorizado Piaget cuando hablaba del pensamiento mágico infantil, con algunas de sus manifestaciones: sincretismo, animismo, artificialismo, participación mágica, etc.

El animismo es un fenómeno estrechamente ligado a la literatura infantil. En la etapa del egocentrismo (conviene recordar que no es una categoría moral sino mental), el niño atribuye a los seres inanimados y a algunos animados (con mayor razón) propiedades humanas como la voluntad, el pensamiento, el lenguaje, etc., mediante una simple operación de transferencia por analogía simple; esa es, entre otras, una de las razones que permiten el acercamiento entre niños y animales. En ese contexto, el niño cree realmente que los animales hablan, piensan y actúan como los humanos; de modo que los relatos infantiles que ponen a los animales a actuar como personajes similares a los humanos, no nacen de la nada, sino que obedecen a una profunda necesidad de satisfacer el imaginario infantil.

Otra característica del pensamiento mágico infantil es el artificialismo, consistente en creer que muchas cosas propias de la naturaleza han sido hechas por el hombre; por ejemplo, el niño de determinada edad cree que el hombre hizo el sol, la luna, e, incluso la noche, para que él pudiera dormir; cree que las piedras fueron puestas en la montaña, a manera de semillas, por el hombre; cree que alguien hace las nubes; cree que alguien le hace las manchas al leopardo, y con alguna intencionalidad. Es aquí cuando los fenómenos de la filogénesis y la ontogénesis cumplen procesos parecidos, pues el artificialismo es propio de las culturas primitivas, equivalentes a estadios parangonables a la “infancia de la humanidad”; dicho en otras palabras: la infancia del ser humano y la infancia de la especie cumplen procesos análogos; un ejemplo de ello es el artificialismo, presente en las cosmogonías de diferentes culturas, y que dan lugar a los mitos y leyendas en los cuales la explicación fantástica del mundo puede aparecer ingenua y simbólica.

Es por eso que los relatos primitivos, los mitos y las leyendas, e, incluso, los relatos populares constituyen una fuente temática de gran atractivo para el público infantil; un ejemplo de ello en nuestro medio, es la obra “Relatos primitivos contados otra vez”, investigación antropológica de Hugo Niño que fácilmente, y mediante pocos recursos de adaptación, puede presentarse como lectura apropiada para el público infantil.

Estas dos características (el artificialismo y el animismo) son un gran componente de la literatura infantil, y están presentes en Cuentos de animales de Rudyard Kipling. Los relatos parten, además de una curiosidad innata en el niño por saber acerca de características exóticas de algunos animales: las barbas de la ballena, la joroba del dromedario, la piel arrugada del rinoceronte, las simétricas manchas del leopardo, la trompa del elefante y la coraza del armadillo.
Cuentos de animales, de Kipling

La Alcaldía Mayor de Bogotá, a través del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, y como parte de la campaña “Libro al viento”, acaba de publicar el volumen “Cuentos de Animales”, de Rudyard Kipling. Es una manual de bolsillo, literalmente; en sus 86 páginas están contenidos seis cuentos.

Kipling ataca el ocio insistentemente y, a cambio, propone un valor que encajaría a la perfección en una prédica de moral calvinista: la ocupación en “algo útil” en oposición a algo pecaminosos como sería el ocio placentero. Y lo que el lector visualiza como un defecto físico animal (la joroba del dromedario), sería consecuencia de un castigo impuesto por la naturaleza hacia aquellos seres que no se suman al afán cotidiano por el trabajo; ese planteamiento podría tener a su favor una relatividad paradójicamente generada por el nivel abstracto de la propuesta; pero lo que sí resulta inaceptable, hoy por hoy, es el contraste que antepone a un trabajo físico, Kipling ve con malos ojos el ocio dedicado a la lectura; en cambio de libro y luego, propugna por el sudor y el azadón: “La cura para este mal es no quedarse quieto,/ ni perezear con un libro frente al fuego;/ Hay que tomar un gran azadón y una pala/ Y cavar hasta que brote el sudor”. Hoy en día, un planteamiento de esos sería inaceptable y, como mínimo, se echaría de manos una propuesta más equilibrada.

Las lecturas contemporáneas de los clásicos infantiles han cuestionado a veces la crueldad excesiva en el enfoque de los tratamientos que se dan los personajes entre sí. Si a ello se le suma una evidente desproporción entre falta (o defecto) y castigo, el efecto rozar el sadomasoquismo. Algo así ocurre en el relato “De cómo al rinoceronte se le arrugó la piel”. En el relato, el defecto del rinoceronte consiste en tener malos modales, aunque el narrador no expone ninguna situación que sustente ese defecto; sólo alcanza a decir: “de cualquier manera , no tenía buenos modales”. Como castigo, el pobre rinoceronte se ve condenado a cargar, de ahí en adelante, con una piel internamente llena de basura que lo va a torturar de por vida. La situación difícilmente puede ser más cruel:

(El parsi) tomó aquella piel, restregó aquella piel y machacó aquella piel, llenándola hasta más no poder de migajas de pastel viejas, secas, duras y cosquilleantes y algunas grosellas quemadas. De nuevo se encaramó a la palmera y esperó a que el rinoceronte saliera del agua y se vistiera.

Y el rinoceronte lo hizo. Se abotonó los tres botones, y le picaba como si estuviera en una cama llena de migas. Quiso rascarse pero eso fue peor; se tendió sobre la arena y se revolcó y se revolcó y se revolcó, y cada vez que se revolcaba, las migajas le picaban más y más y más.. Entonces corrió hacia la palmera, y se restregó y se restregó y se restregó contra ella. Se restregó tanto y tan fuerte que se hizo un gran pliegue sobre los hombros y otro por debajo…”. (Kipling, Rudyard. Cuentos de Animales. Alcaldía Mayor de Bogotá, Bogotá, 2004, p. 32).

Mucho más amable es la presentación del porqué el leopardo adquirió sus manchas, en un relato de mejor factura. El relato titulado “el elefantito”, el tratamiento de la anécdota aparentemente toma un giro cruel, pero se resuelve de una manera imaginativa sin caer en la exposición sádica o masoquista del dolor. Es más: la moraleja de fondo, la anticipa la serpiente, símbolo de la sabiduría (como en “El Principito): “algunas personas no saben lo que es bueno para ellas”, y lo que se pensaba como un castigo, se vuelve un beneficio; de manera que resulta simpática la salida que le da el narrador a lo que parecía, de nuevo, una desgracia algo gratuita como en el caso del rinoceronte.

Finalmente, en “el origen de los armadillos”, Kipling vuelve a uno de los planteamientos característicos de la fábula clásica: el enfrentamiento entre animales tipificados; es el choque entre el personaje depredador y el personaje perseguido, pero que hecha mano del ingenio para defender y preservar su vida y, a la final, resulta triunfante. En este caso el personaje fuerte y agresivo es el jaguar; se anteponen a él dos personajes pequeños y débiles: la tortuga y el puercoespín; llaman la atención en este relato dos elementos: el primero, que es gracias a la alianza, pero sobre todo a la simbiosis que contraen estos dos elementos, lo que les permite sobrevivir; el intercambio sintético de sus naturalezas descoloca al jaguar, pero, además, da lugar al nacimiento de una nueva criatura: el armadillo; el segundo, es la presentación del escenario de la acción: Kipling abandona la selva hindú y la africana, para poner a sus personajes actuar en la selva del Amazonas, por la que el autor manifiesta una atracción especial que se traduce en el colofón que cierra el texto (Nunca he navegado al Amazonas,/ Y nunca he llegado hasta Brasil/ ... Una vez a la semana desde Southamton,/ Ruedan hasta Río los barcos grandes/...Y yo quisiera rodar hasta Río/ ¡Algún día antes de hacerme viejo! Nunca he visto un jaguar,/ Ni siquiera un armadill/ Metido entre su coraza, / Y supongo que nunca lo veré/... hasta que vaya a Río/ a contemplar esas maravillas). Esto muestra otra faceta de Kipling: un autor que proyecta una auténtica curiosidad por el mundo natural, dondequiera que se encuentre; un autor que, más allá de las contingencias políticas de su época, supo escribir relatos infantiles entretenidos, versátiles y universales.

Bogotá, noviembre 2004


Jack London (1876 – 1916)

Por Carolina Alonso


La narrativa de Jack London no nos deja indiferentes; ante sus relatos podemos experimentar dolor, asombro, desagrado, horror, alivio, miedo… Sus textos nos afectan. En esa medida, su obra cumple con la misión fundamental de la literatura y del arte: conmover. Quizás se deba a que en su narrativa, los personajes y las acciones obedecen a una lógica distinta a la nuestra; la ley natural, que nosotros denominamos salvaje, somete a todos los que participan en estas historias, esta fuerza primaria nos asombra y nos inquieta. Pero también hay relatos donde la ambición y las cegueras humanas producen mayor devastación que la naturaleza; ante estas historias, el dolor y el desencanto dejan grabados en nuestra memoria a los personajes y sus dramas.

Jack London un personaje fascinante y contradictorio

Nació el12 de enero de 1876, San Francisco, California, Estados Unidos. No es posible separar la vida de este escritor de su obra, no sólo porque la influencia de sus propias vivencias es innegable, sino porque Jack London se empeñó en construirse a sí mismo como un personaje, tan fascinante como todos los héroes que desfilan por su narrativa. Aventurero, hombre de acción, navegante, buscador permanente, rebelde, contradictorio y misterioso: más de 20 biografías confirman la fuerza de su personalidad y la fascinación que despierta el carácter de este hombre. Aunque no es el protagonista de todos sus relatos, sí son sus experiencias las que dan el sustrato a su obra. Una de sus mejores novelas, Martín Edén (1909), sí es un relato autobiográfico de
iniciación, más adelante escribirá John Barleycorn, memorias alcoholicas (193), donde hará un autorretrato de su decadencia, donde paradójicamente justifica el alcoholismo como una muestra de hombría, no como una adicción a la que él estuviera sometido.
No resulta posible encasillar a Jack London en algún estereotipo del escritor convencional; es más, la escritura parece ser una más de las aventuras que
emprendió, no la determinante. Incluso en algunas declaraciones se refiere a la escritura como un oficio que le es odioso, pero necesario: escribe como si cumpliera una condena.

La vida de Jack London (John Griffith London) está marcada por los viajes: Es hijo de un astrólogo ambulante, un gitano enamoradizo e irresponsable, que vivió durante un año (1874 – 1875) con su madre, Flora Wellman. El apellido “London” se lo da John London, quien se casó con Flora cuando Jack tenía un año de edad. Podemos pensar que la sangre gitana que corre por sus venas, lo impulsará a mantenerse en movimiento. Mas la vida con su madre y con John tampoco es muy estable: debido a las dificultades para encontrar trabajo, se mudan incontables veces durante la infancia de Jack, hasta que comenzando su adolescencia se establecen en Oakland, en la bahía de San Francisco. Aunque no se puede decir que la familia London fuera pobre, sí tenían dificultades económicas; esta situación determinará el carácter neurótico y supersticioso de Flora que tratará a su hijo de forma déspota, algunos biógrafos aseguran que la presencia de Jack le recordaba a su madre un tipo de vida que ella quería olvidar. A los 13 años, London abandona los estudios porque su padre está incapacitado y debe trabajar: lo hace en jornadas de más de doce horas en una fábrica de cartón. Posteriormente, se vincula a una pandilla del puerto, comienza a beber y comete crímenes menores hasta que sufre un accidente y siente, como lo dice en su autobiografía, el impulso de abandonarse, de morir; es rescatado por un pescador. Se incorpora a una patrulla del puerto que controla la pesca ilegal. A los 17, parte en un buque dedicado a la captura de focas hacia el Pacífico Norte. Regresa para trabajar nuevamente en una fábrica, de la que renuncia para marchar hacia Washington. No tiene convicción, pero la aventura le atrae, abandona la marcha y recorre varias ciudades del Este. A su regreso, en 1897, San Francisco está contagiada de la fiebre del oro, la última, que tenía como destino Alaska. London se embarca una vez más hacia el norte, pero su excursión no le trae riquezas, aunque le brinda material para sus mejores relatos. A su regreso, envía un relato a un concurso y gana sus primeros 25 dólares; decide que va a ser escritor. Con terquedad y disciplina, escribe y manda sus relatos a diversos periódicos hasta que consigue que se los compren. La escritura se convierte en su trabajo, en su fuente de ingresos. Como corresponsal, viaja a Londres, allí escribe La llamada de lo salvaje (1903) y se hace famoso. En 1904 aparece su segundo éxito Lobo de mar, y con sus ingresos materializa un deseo: compra un rancho, en el que invertirá sus energías y su dinero de allí en adelante. El talón de hierro (1908), Martín Eden y Colmillo Blanco (1906) harán de Jack London un escritor inolvidable; sin embargo, otras actividades del escritor parecen servirle como propaganda: como socialista, hará giras por el país pronunciando discursos entusiastas de tono apocalíptico, y aparecerá en los periódicos como una figura polémica. Su vida y su obra pronto comenzarán a deteriorarse; incluso pagará a un joven escritor por argumentos (Sinclair Lewis, primer premio Nobel de Literatura norteamericano). Emprenderá un viaje por los mares del sur, en su propia goleta, y los nuevos paisajes exuberantes serán los escenarios de sus últimos relatos. Jack London se casó dos veces y tuvo dos hijas, escribió más de 20 novelas cortas y cerca de 100 cuentos, también escribió reportajes, discursos, ensayos y comentarios, invirtió todo su dinero en su rancho y en su embarcación. A los cuarenta años, el 22 de noviembre de 1916, tomó una sobredosis de morfina (había sustituido el alcohol por las drogas para controlar el dolor) que, tras 12 horas de agonía, le produjo la muerte.


La narrativa breve de Jack London

El estilo:

Herencia de la narración oral: agilidad, tensión, primacía de la acción, descripciones nítidas, selección adecuada de acontecimientos nucleares, finales contundentes, preferencia por lo extraordinario sin preocupación por la verosimilitud, no hay profundización psicológica porque prima lo instintivo y las pasiones (de ahí su carácter trágico) sobre la razón o las emociones, sus relatos carecen de humor, aunque encontremos en algunos ironía cruel.

Los temas:

· Pugna salvaje entre los hombres y un universo imprevisible e implacable que desea reducirlo. La ley natural, la supremacía del más fuerte.
· Lucha por la vida. La crueldad de la vida.
· El viaje de transformación. El perpetuo nomadismo. El descenso al infierno. La búsqueda del tesoro.
· Los últimos momentos de la vida, de cara a la muerte, cuando se recobra la dignidad.
· La injusticia social y la forma como los hombres se consumen bajo un poder arbitrario y absoluto.
· El orgullo de los hombres que les conduce a la desgracia (hybris).

Los personajes:

La bestialidad es lo que hace héroes a estos personajes; su regreso a lo primario salvaje es lo que les permite sobrevivir.
· Tanto humanos como animales, los personajes de London no son héroes en el sentido épico tradicional, tienen coraje, son valientes y obedecen las leyes de la naturaleza, no tienen preceptos morales que los puedan conducir al sacrificio ni a esperar que otros se sacrifiquen por ellos: se trata de matar o morir.
· Se aferran a la vida con tanta intensidad y terquedad que resultan fascinantes. Recurren a lo que sea para
sobrevivir.
· Enfrentados a la muerte, recuperan la conciencia y adquieren una lucidez que les muestra que la vida es más cruel que la muerte. En varios relatos, los personajes son conscientes de la cercanía de la muerte y tienen tiempo de
reflexionar. Se entregan dignamente a la muerte porque su rendición ha sido precedida por el máximo esfuerzo.
· Son solitarios, no crean vínculos porque los vínculos constituyen
debilidad.
· Ambiciosos, aventureros, rudos: estos son personajes rodeados de naturaleza.
· Acabados, derrotados, desesperanzados y consumidos: estos personajes están sometidos a los sistemas de producción, viven en una selva urbana que no deja alternativa porque los enemigos son
invisibles.

Los espacios:

Nuevas fronteras donde sea posible el heroísmo.
· Lugares extremos, que exigen del hombre todo y castigan arbitrariamente y sin piedad el mínimo error.
· Parajes solitarios, inmensos que producen tanto la revelación mística como la locura.
· Cuando se trata de la naturaleza, los espacios parecen defenderse de la intromisión destructiva de los hombres.
· Los espacios urbanos, las fábricas, el ring, son opresivos, oscuros, cárceles disfrazadas, espacios kafkianos que amilanan a los hombres.

Desinstalarnos, descolocarnos, para que veamos la vida desde otra perspectiva.

El tema de la iniciación va a ser tratado de manera simbólica en sus más famosas novelas: Colmillo Blanco (aunque en esta se da un proceso de domesticación) y La llamada de lo salvaje (que representa el retorno a la vida primaria, la liberación de la civilización). Pero en Martín Eden, nos cuenta su propio procesos de alejamiento del mundo familiar y las aventuras que lo convirtieron en el hombre que era.

Muchos escritores se refugian tras las páginas y son más espectadores que protagonistas de la vida; observadores, críticos, reflexivos… No JL.

Quizás esta relación con su madre determinó la ausencia de mujeres significativas en su narrativa. Si aparecen las mujeres, lo hacen como una carga, como una responsabilidad o una condena para los hombres.

La experiencia como trabajador infantil explotado la desarrolla en un cuento doloroso: El apóstata (1906)

Una de las primeras experiencias contradictorias; como más adelante lo será su ambición económica y su pertenencia al Partido Socialista.

A partir de este viaje de 7 meses, JL creará a un héroe rudo y cruel, el protagonista de Lobo de Mar, y también de uno de sus cuentos: Rumbo Oeste.

Y lo será durante toda la vida. Jack London llegó a recibir 75000 dólares anuales, fue uno de los escritores mejor pagados de la historia de la literatura norteamenricana.



Cuento: Amor a la vida, La hoguera, Finis, Rumbo Oeste.

Semejanza con los personajes de Horacio Quiroga.

Silencio Blanco

Cuentos: Por un buen bistec, El apóstata.

Pombo Fabulista

Por Gabriel Pabón

Rafael Pombo, definitivamente ha pasado a la historia de la literatura continental como el poeta de los niños. En sentido estricto, sus creaciones en este campo no son tan originales como se cree popularmente; en efecto, el nombre de Pombo se asocia con personajes que tradicionalmente han poblado profusamente las cartillas escolares: Simón el bobito, Rin Rin Renacuajo, la pobre viejecita, Cucufato y su gato, etc. Pero sin restarle méritos al poeta colombiano, y tal como lo ha demostrado Héctor Orjuela[1] (en cuyo estupendo estudio nos apoyamos) la gran mayoría de los poemas infantiles que se le atribuyen a Pombo, son en realidad traducciones o adaptaciones del inglés; el gran mérito consiste en haber hecho adaptaciones en realidad magistrales, con gran sentido del ritmo y la melodía, así como de la idiosincrasia del niño latinoamericano.

Cuando residía en Nueva York, Pombo firmó contrato con la casa Appleton para traducir algunas fábulas para niños. Inspirado en el libro the Childe´s Picture and verse book, de Otto Speckter, Pombo encontró, en los cuentos Mother Goose´s Meolodies, en la serie escolar Wilson´s Readers y, especialmente en la antología Fables, Original and Selected, de G. Moir Bussey, los temas y las formas básicas para sus creaciones; este último libro fue el que más le aportó a Pombo los asuntos literarios que lo hicieron famoso. La antología reunía fábulas de todas las épocas y culturas, pero hubo predilección de Pombo por algunos autores, que presentamos a continuación con sus respectivos aportes:

De Esopo:
La gallina y el diamante (The cock and the jewel)
Los huevos de oro (The man and his goose)

De La Fontaine:
Los médicos (The physicians)

De Lessing:
La abeja y el hombre (The benefactors)

De Dodsley:
La paloma y la abeja (the dove and the ant)
El niño y la mariposa (the boy and the butterfly)

Otras adaptaciones de Pombo fueron hechas de poemas, rimas y canciones populares inglesas (la mayoría de ellos de autores anónimos) contenidas en la conocida Mother Goose Melodies. Veamos a lo que al respecto cita Héctor Orjuela:

El renacuajo paseador es una adaptación del conocido A Frog He World—A-Woing Go[2], en el que se relatan las aventuras de un renacuajito viajero: El cuento de nuestro bardo es tan gracioso como el original inglés que empieza así:

A Frog he World a-wooing-go
Heigho, says Rowley:
Whether his mother would let him or no
With a Rowley powlwy, gammon and spinach,
Heigho, says Anthony Rowley.
So off he marched with his opera hat,
Heigho, says Rowley.

Vèase cómo interpreta nuestro fabulista estos versos:

El hijo de Rana, Rin Rin Renacuajo,
Salió esta mañana muy tieso y muy majo
Con pantalón corto, corbata a la moda,
Sombrero encintado y chupa de boda.
[3]

Así, Simón el bobito corresponde a Simple Simon; e incluso La pobre viejecita contiene versos que siguen muy de cerca el original:
There was and old woman, and nothing she had;
And so this old woman was said to be mad.
She´d nothing to eat,
She´d nothing to wear,
She¨d noting to lose,
She¨d nothing to lose
She´d noting to fear
She´d noting to ask … :

Otros personajes de Pombo son también tomados de este libro: Mirringa Mirronga, Tía Pasitrote, (La ovejita de) Ada; sobre este último personaje hay una canción de John Lennon: Mary had a little lamb
[4] .

Pero más que simple traductor, repetimos, Pombo es un excelente adaptador; incluso podríamos decir que en esta labor enriquece los personajes mediante un gran sentido musical y unas imágenes que los convierten en memorables. No en vano Pombo, en sus años juveniles se había aficionado a la música, pero también había sido profesor de matemáticas y, luego, traductor de Lord Byron; tal vez esta combinación de oficios y aficiones, le confirió un excelente sentido de la musicalidad, una rigurosidad y una sensibilidad que hicieron de él un poeta con especial respeto por las formas y los sentidos.

Es necesario aclarar, finalmente, un par de asuntos: primero, que Pombo estuvo lejos de ser un plagiador, pues sus aportes como adaptador fueron excelentes y creativos; y segundo: tampoco tuvo la intención de ocultar las fuentes, pues eran suficientemente conocidas en el medio editorial; eso sin contar con que la mayoría de fabulistas hicieron adaptaciones abiertas de anteriores fábulas, que finalmente se remontan a los aportes de Esopo y Fedro.

Notas:

[1] ORJUELA, Hëctor. La obra poética de Rafael Pombo. Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, XXXIV, Bogotá, 1975.
[2] Una traducción literal de este título podría ser: “El renacuajo que podría persuadir de irse”.
[3] ORJUELA, Op. Cit, pág. 261.
[4] Traducción literal: “María tenía una ovejita”.

La sustancia oculta de los cuentos

Por Yolanda Reyes

I. El hilo de la memoria

Hace mucho, pero muchísimo tiempo, mucho antes de aprender a leer solos, quizá una voz amada nos contó alguno de esos cuentos tradicionales que suelen contarse a los niños y que hemos dado en agrupar bajo el rótulo de “cuentos de hadas” o “cuentos tradicionales”.
Deberíamos seguir el hilo de la memoria para evocar ese rostro, ese tono de voz, esas manos que iban señalando reinos y palacios lejanos, para construir una arquitectura que no existía entonces y que, sin embargo, era más real que todo lo demás: más real que el borde de esa cama que olvidamos; más real que la habitación o el patio o la noche aquella de esos tiempos... más real que nuestras caras de entonces, que las trenzas o las colas de caballo o la gomina que hace ya tanto no usamos...

Y ahora, cuando ya hemos olvidado el rostro que tuvimos y la edad exacta y el vestido, tal vez seguimos acordándonos de algún retazo de la historia, de alguna fórmula mágica de inicio, de algunas palabras que se repetían como un canto y que nombraban todo aquello de lo que no se hablaba durante el resto de las horas, todo aquello que no se decía en las visitas ni en la mesa ni en la fila del colegio...

La sustancia oculta de los cuentos: ese poder de las palabras para dar nombre y existencia a realidades interiores, tantas veces terribles e inciertas, a pesar de la supuesta inocencia que los adultos atribuyen a los tiempos de infancia.

El primer cuento que recuerdo, tal vez el más triste de los cuentos que conozco, más que cuento era letanía e indagaba, como en el fondo lo hace siempre la literatura, en los misterios de la vida, con dos de sus dramas recurrentes: el amor y la muerte. Era la historia de La Cucarachita Martínez contada por mi abuela muchas noches a la misma hora. Por si no saben el cuento, la Cucarachita, barre que te barre la puerta de su casa, encontraba una moneda y con la moneda, se compraba una cinta para el pelo. Y luego, así, tan linda, se sentaba en esa misma puerta a esperar que alguien la enamorara. Pasaban el perro, el gato y otros animales y todos le decían la misma frase: “Cucarachita, como te ves de bonita. De corazón te lo pido, ¿quieres casarte conmigo?”. Ella, como se acostumbra en los cuentos tradicionales, contestaba siempre igual: “Eso depende: ¿cómo me enamorarás?

El perro decía guau, el gato decía miau y ella volvía a contestar, invariablemente: “¡Ay, no!...sigue tu camino que me asustas, me espantas y me asombras”. Hasta que llegaba el Ratón Pérez y cuando ella decía “eso depende: ¿cómo me enamorarás?”, el Ratón Pérez contestaba, con un suave “bsbsbs” en susurros, y ella quedaba fascinada. Inmediatamente se casaban, pero la historia no tenía final feliz porque unos días luego de la boda, la Cucarachita dejaba al Ratón Pérez revolviendo un sancocho y el pobre se ahogaba entre la olla.

De repente todo se volvía muy triste. La Cucarachita se sentaba a llorar y un pajarito que pasaba le preguntaba por qué estaba tan triste. Ella contestaba: “Porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la Cucarachita lo siente y lo llora”... Entonces, el pajarito se unía al duelo y decía: “pues yo pajarito me corto el piquito”... Entonces pasaba la paloma y le preguntaba al pajarito por qué se había cortado el piquito y la letanía recomenzaba: “Porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la Cucarachita lo siente y lo llora y que el pajarito se cortó el piquito”. Y la paloma decía: “pues yo, la paloma, me corto la cola”... Y cuando el palomar llegaba a preguntar, se ponía igual de triste y decidía: “pues yo, palomar, voy me a derribar”, y se sumaba al coro y la letanía se iba haciendo cada vez más larga y aparecían nuevos personajes que repetían una y otra vez la misma retahíla:

Porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la Cucarachita lo siente y lo llora y que el pajarito se cortó el piquito, y que la paloma se cortó la cola y que el palomar fuese a derribar y la fuente clara se puso a llorar. Y yo que lo cuento acabo en lamento porque el Ratón Pérez se cayó en la olla y la cucarachita....

Y así sucesivamente, el duelo se iba apoderando de todo y las palabras eran tristes pero, de tanto repetirse, parecían tener poderes curativos... Obviamente, eso lo pienso ahora porque entonces yo no sabía qué circulaba debajo de esas palabras que mi abuela me contaba. Quizás tampoco ella lo sabía: sencillamente, éramos dos personas muy cercanas, cuerpo a cuerpo, cara a cara, hablando sin hablar todas las noches, de los misterios de la vida y de la muerte y del amor.

Pues bien, yo creo que, de eso, exactamente, se trata la literatura. Y creo que los lectores de cualquier edad, cuando nos refugiamos en la cadena de palabras de un libro, seguimos buscando esa posibilidad, muchas veces descubierta al lado de esas primeras voces y de esas primeras historias inscritas en nosotros, de nombrar, en un idioma secreto, en un Idioma Otro, aquellos misterios esenciales que nunca logramos entender: la vida y la muerte...Y lo que hay en la mitad.

II. El lugar de la literatura.

Si aceptamos que sabemos, desde esos remotos tiempos de palacios y de voces antiguas, que la materia de la literatura es precisamente la vida -y la muerte y lo que hay en la mitad- cabría preguntarnos por qué razón sigue tan vigente en nuestras prácticas y en nuestros currículos académicos esa otra idea según la cual, lo que se debe saber de literatura es tanto de lo que sobra y tan poco de lo que basta: es decir, definiciones, actividades, etiquetas... (“Deber antes que vida”, como dijo alguno de nuestros ilustres próceres. La letra muerta primero y después, cuando aprendamos bastante, si acaso, vendrá el placer..) Pero el problema es que “después” puede ser demasiado tarde. La literatura, así enseñada, con sus listas de autores y de obras o como estrategias y estándares de decodificación, no da segundas oportunidades.

¿De dónde habrá surgido ese consenso escolar que nos obliga a todos a subrayar lo mismo en el mismo párrafo del cuento de Caperucita Roja, a entender rápidamente las mismas ideas principales de Barba Azul y a mirar todas las obras desde los mismos puntos de vista? ¿De dónde ha surgido ese desprecio que le produce a la educación lo subjetivo, lo inefable, lo que no puede evaluarse en una prueba académica?

Yo me atrevo a pensar que hay un poco de vanidad en este equívoco. Porque, en nuestra concepción de enseñanza, aún se pide al profesor que sea capaz de controlar, planificar y evaluar el proceso de aprendizaje durante todas las etapas, de principio a fin, sin que nada se la salga de las manos. Esa concepción supone que mientras más a corto plazo sean los objetivos que se proponga un maestro y mientras más se materialicen en indicadores concretos, más fáciles serán de ver, comprobar y evaluar en términos cuantitativos. De alguna manera, su “eficacia” está todavía planteada en función de cuánto aprendizaje logra demostrar que obtuvieron sus alumnos. Lo que no es visible, evaluable y observable no da puntos. Lo que se sale de la respuesta esperada no vale. Lo que sucede fuera de clase no cuenta. Los procesos que concluyen después de finalizar el año o las revelaciones que se le van dando paulatinamente a un ser humano, a lo largo de la vida, quizás gracias a la voz de un maestro que cuenta cuentos sin esperar a cambio más que caras expectantes, fascinadas o aterradas, no se califican. Y lo que no puede evaluarse a corto plazo, es como si no existiera.

Si ya hemos esbozado que la literatura trabaja con toda la experiencia vital de los seres humanos –y no sólo con el pedacito que se puede medir– podemos imaginar lo poco que estos cuentos y esas voces han representado para sistemas pedagógicos basados en preguntas cerradas de “selección múltiple” o en ideas meramente instrumentales que insisten en hablar de lectura rápida, como si se tratara de una competencia académica o deportiva...para el caso, da lo mismo.

III. Casas de palabras

Detengámonos a pensar por un momento en la esencia del lenguaje literario y ubiquémoslo dentro del contexto más amplio de la comunicación humana. Cada uno de nosotros posee una lengua determinada para expresar su mundo interior y para relacionarse con los otros. En nuestro caso, pertenecemos a la comunidad lingüística que habla castellano. El castellano tiene un código propio, un sistema de signos que nos permite a todos los hablantes nombrar, con ciertas etiquetas, unas imágenes mentales o unos significados determinados. Eso garantiza que podamos compartir, de cierta forma, un código común. En efecto, si escribo la palabra “casa”, puedo tener la seguridad de que todos ustedes, que comparten mi lengua, evoquen en su mente el concepto de casa. Sin embargo, ninguna de las imágenes mentales que ustedes se forman corresponden al significado estándar del diccionario. Habrá mansiones, apartamentos o casas de campo; algunas serán grandes y otras pequeñas. Muchos irán más lejos y asociarán la palabra con un olor particular, con una cierta sensación de seguridad o de calor de hogar, con una añoranza o con sus propios secretos. Y eso sucede porque todos vivimos en casas distintas.

Valgámonos de esa imagen para ilustrar nuestra relación con la lengua: cada uno construye su propia casa de palabras. Tenemos un código común, digamos que son los materiales y las especificaciones básicas. Pero cada ser humano va apropiándose del código a través de sus propias experiencias vitales y suele formar sus significados, más allá de un diccionario, mediante una trama compleja de relaciones y de historias. Así, debajo de las etiquetas, el lenguaje que habitamos oculta zonas privadas y personales. Junto a las zonas iluminadas existen grandes zonas de penumbra.

¿Qué significado tiene todo esto para la enseñanza de la literatura? Pues nada menos que el reconocimiento de esas zonas. Porque, entendámonos: no es lo mismo leer un manual de instrucciones para conectar un horno que leer un cuento de hadas, y si la escuela no se da cuenta de “semejante sutileza”, seguirá enseñando a leer todos los textos desde la misma postura.

Es cierto que para conectar un horno se deben seguir, de manera literal y obediente, unos pasos, pues lo contrario puede ocasionar un cortocircuito. Sin embargo, es igualmente cierto que, en el caso de los cuentos, de los poemas y de la literatura toda, son precisamente la libertad del lector y, de cierta forma, su desobediencia al sentido literal de las palabras, las que le permiten “comprender” en toda su dimensión. Aunque para las dos tipos de lectura hablemos de comprender, el tipo de comprensión que se establece, es muy distinto. Para entender un cuento, es necesario conectarlo con sensaciones, emociones, ritmos interiores, evocaciones como las que hicimos al comienzo, símbolos tal vez arcaicos y zonas recónditas y secretas de nuestra experiencia. Si no nos permitimos explorar esas zonas secretas con sus penumbras y sus ambigüedades, esos cuentos no nos dirán nada, así contestemos cuál es su tema o cuándo nacieron sus autores, o así identifiquemos la introducción, el nudo y el desenlace...

A pesar de que los dos tipos de lecturas –el manual de instrucciones para conectar un horno y los cuentos de hadas- compartan muchas palabras y signos, hay algo en ellas que nos hace a nosotros, como lectores, entrar en dinámicas diferentes. Y la escuela, aclarémoslo, debe enseñar a leer de todas las formas posibles y con diversos propósitos. Porque necesitamos seguir instrucciones cada vez más complejas, no sólo para conectar hornos, sino para que una nave pueda despegar y explorar lugares remotos. Pero también necesitamos, y cada vez con mayor urgencia, explorar el fondo de nosotros mismos y conectarnos, desde ahí, con esos otros, iguales y diferentes, que comparten nuestras raíces humanas, nuestros sueños y nuestros terrores. Así como algunas veces debemos ser obedientes o literales y otras veces requerimos analizar con exactitud textos científicos y académicos -y no niego que esto también puede y debe enseñarse- también es cierto que necesitamos herramientas para hacer lecturas libres y transgresoras, para conversar profundamente con nosotros mismos y con esas otras voces, en ese idioma secreto que fluía entre nosotros y nuestros narradores privados mientras compartíamos un cuento.

Por hablar en ese Idioma Otro, y por nombrar esas “habitaciones propias”, la literatura debe ser leída, vale decir sentida, desde la propia vida. El que escribe estrena las palabras y debe reinventarlas cada vez, para imprimirles su huella personal. Y el que lee literatura recrea ese proceso de invención para descifrar y descifrar-se en el lenguaje secreto de otro. Es éste un proceso complejo que compromete, por decir lo menos, a dos sujetos, con toda su experiencia, con toda su historia, con sus lecturas previas, con su sensibilidad, con su imaginación, con su poder de situarse más allá de sí mismos. Se trata de una experiencia de lectura compleja y, hay que decirlo, difícil. Pero se puede enseñar. Y yo sostengo también que se puede enseñar a amar la literatura, así como se enseñan y se aprenden números, vocales o competencias semánticas o lo que ustedes quieran. Es posible enseñar la experiencia esencial de la literatura: es decir, su poder para revelarnos sentidos ocultos y secretos; para conmovernos y aterrarnos y zarandearnos y nombrarnos y hacernos reír o temblar, y para hablar de todo aquello que no se dice, de labios para afuera, en las visitas.

Cabe, entonces y sé que muchos de ustedes lo creen y lo hacen posible todos los días, promover una pedagogía del amor a la literatura que dé cabida a la imaginación de alumnos, alumnas y maestros y al libre ejercicio de su sensibilidad, para impulsarlos a ser re-creadores de los textos.

IV. Lo que sí puede enseñar la literatura

Nuestros niños, niñas y jóvenes están inmersos en una cultura de prisa y bullicio que los iguala a todos y que les impide refugiarse, en algún momento del día o, incluso, de su vida, en lo profundo de sí mismos. De ahí que la experiencia del texto literario y el encuentro con esos libros reveladores que no se leen sólo con los ojos o con la razón, sino con el corazón y el deseo, sean hoy más necesarios que nunca como alternativas para ir construyendo esas casas o palacios interiores. En medio de la avalancha de mensajes y estímulos externos, la experiencia literaria brinda al lector unas coordenadas para nombrarse y leerse en esos mundos simbólicos que han construido otros seres humanos. Y aunque leer literatura no cambie el mundo, sí puede hacerlo más habitable, porque el hecho de vernos en perspectiva y de mirar hacia adentro, contribuye a abrir nuevas puertas para la sensibilidad y el entendimiento de nosotros y de los otros.

Necesitamos poemas, cuentos y toda la literatura posible en nuestras escuelas, no para subrayar ideas principales, sino para favorecer una educación sentimental. No para identificar moralejas, enseñanzas y valores sino para emprender esa antigua tarea del “conócete a ti mismo” y “conoce a los demás”. El reto fundamental de un maestro es el de acompañar a sus alumnos en esa tarea, creando, a la vez, un clima de introspección y unas condiciones de diálogo para que, alrededor de cada texto, puedan tejerse las voces, las experiencias y las particularidades de cada niño, de cada niña, de cada joven de carne y hueso, con su nombre y con su historia..

Un maestro de literatura, por encima de todo es, como aquellos contadores que evocamos al comienzo, una voz que cuenta; una mano que inventa palacios y arquitecturas imposibles, que abre puertas prohibidas y que traza caminos entre el alma de los libros y el alma de los lectores. Y para hacer su trabajo, no debe olvidar que, más allá de maestro, es también un ser humano, con zonas de luz y sombra; con una vida secreta y una casa de palabras que tiene su propia historia. Su labor, como la literatura misma, es riesgo e incertidumbre. Su oficio privilegiado es, básicamente, leer. Y sus textos de lectura no son sólo los libros sino también sus lectores. No se trata de un oficio, sino de una actitud de vida. No figura en los estándares ni en los textos escolares ni en el manual de funciones, pero se puede enseñar. Ojalá les quede esa idea clara: que un maestro puede “enseñar” el amor por la literatura mediante su actitud vital, que es el texto por excelencia de sus alumnos. Cuando salgan del colegio y olviden fechas y nombres, podrán recordar la esencia de esas conversaciones de vida que se tejían entre líneas, cuando su maestro sacaba un libro de cuentos y compartía con ellos la emoción de una historia, sin pedirles nada a cambio. Porque en el fondo, los libros son eso: conversaciones de vida. Y sobre la vida, sí que es urgente aprender a conversar.

Creo que leemos para conversar, y decir y decirnos, sin entender nunca nada del todo. Como la Cucarachita cuando se refugiaba en esa letanía, cada vez con más voces y ese ser en las palabras, ese fluir con las palabras de otros muchos, era como un hechizo que de cierta forma, sanaba el dolor, mediante el rito de nombrarlo.

Tal vez el tiempo, que siempre va tan de prisa, borre en sus estudiantes los rostros de ahora y las coordenadas de aquel salón donde ustedes les leen cuentos, sin pedirles nada a cambio, salvo sus caras de expectación, terror, asombro o deleite...Pero quizás cuando sean grandes lectores se acuerden de algún cuento entrañable que los marcó para siempre y de una voz que decía:
“Érase una vez, en un país muy lejano...”

Y nadie estará ahí para ponerles una condecoración ni una medalla al mérito ni para dar fe del milagro. Pero así es como se van haciendo los lectores: cuerpo a cuerpo: cuerpo y alma, en una habitación o en un salón de clase. Cuento a cuento. Y uno por uno.

Shakespeare Mil Palabras

Por Gabriel Pabón Villamizar

La época

La época en que vivió Shakespeare fue excepcional para el cultivo de su genio. Si hubiera nacido veinte años antes, hubiera legado a Londres como un peón mal pagado, encargado de elaborar figuras en tela basta para dramas infantiles; y si hubiera nacido veinte años más tarde, hubiera arribado a la capital británica cuando el drama había empezado a perderse público masivo y a sucumbir en una especie de autocomplacencia decadente
[1]. Pero por fortuna, el poeta inglés vivió una confluencia de factores que se unieron aleatoriamente para favorecer su obra.
Había nacido Shakespeare en Stratford on Avon, cerca de Londres, en una época en que cesaban las luchas religiosas, y se imponía una especie de pax romana en el imperio inglés; al mismo tiempo, las luchas continentales provocaban una buena cantidad de inmigrantes por motivos de perfección religiosa, lo que hacía de Londres una especie de “ciudad abierta” que favorecía el florecimiento de expresiones culturales. En efecto, la capital británica en esa época se convirtió en el “paraíso de las mujeres” debido a la libertad que ofrecía la ciudad y que revirtió en una mayor participación cultural; por otra parte, el haberse Inglaterra desprendido del puritanismo católico y el dogmatismo papista, hizo que en Londres corrieran con más libertad las diferentes corrientes de pensamiento y se permitiera, por ejemplo, una política sumamente pragmática respecto a la existencia de dos expresiones cultrales claves: el teatro y el libro.

El libro tuvo un lugar privilegiado en Londres. En efecto, el libro enseñaba al inglés medio cómo manejar sus cuentas, cabalgar, cocinar, escribir, navegar; en fin: sobrevivir sin necesidad de médicos o maestros. Al no existir diccionarios en lengua inglesa, el londinense desarrollaba, a la par que una buena memoria y un sentido libre de lo que era su idioma, un culto especial por la lengua escrita.

Paradójicamente, la mayoría de la obra de Shakespeare no fue publicada en su vida; sólo después de su muerte, dos de sus amigos más cercanos se dieron a la tarea de recopilar los textos, y recuperar, de memoria, la mayoría de los parlamentos; esto último no resultaba tan arduo desde que la mayoría de los actores había necesitado memorizar no uno, sino varios papeles; y, por otro lado, la recuperación por la memoria se facilitaba al (y este es un factor que se olvida con frecuencia en la mayoría de las traducciones a otras lenguas) ser la obra dramática de Shakespeare expresada no en prosa sino en verso, lo que, como ya se sabe, es un recurso mnemotécnico, además de artístico.

Shakespeare es un dramaturgo, peo también un poeta. Primero, por la profundidad, la originalidad de sus imágenes; segundo, por el lirismo de su lenguaje; y tercer, porque, repetimos, buena parte de sus parlamentos fueron originariamente concebidos y expresados en versos de gran factura formal, con los parámetros de la época: ritmo, métrica y rima.

El cultivo del verso por parte de Shakespeare, no es de extrañar, dada la particularidad de su formación. En su infancia, su familia lo matriculó en la escuela del pueblo. “Latín, más latín y todavía más latín”, era mayoritariamente lo que se estudiaba; y si había posibilidad de cursar una segunda lengua, existía la posibilidad de que ésta fuera era el griego. Aparte del latín, la escuela de Stratford no le enseñó a Shakespeare nada más. No le enseñó matemáticas o alguna ciencia natural, o historia, a menos que fueran algunos fragmentos referidos a viejos eventos. Pero hubo una circunstancia que el joven Sakespeare aprovechó inteligentemente: los estudiantes necesitaban, en el momento del examen final, recitar largos fragmentos de algún clásico latino; había un considerable énfasis en una buena expresión pública, y en un controlado e inteligente uso de la voz; por eso, algunos maestros permitían a sus discípulos actuar obras de Plauto y Terencio para permitirles experiencia en el manejo de la palabra hablada.

En Londres, Shakespeare aprendió francés; a la par que hacia una especie de auto-cultivo muy libre y creativo del idioma, su experiencia y su genio le permitieron combinar de forma providencial el conocimiento de los sentimientos y gustos del pueblo, con las sutilezas conceptúales y formales de la expresión poética de su tempo. Su expresión poética llegó a las capas más variadas de su sociedad. En sus obras teatrales se interesaba la corte real, peo también el vulgo. La masa de asistentes a sus representaciones teatrales estaba compuesta por sastres, tintoreros, caldereros, cordeleros, marineros, viejos, jóvenes, mujeres, muchachos, etc. Seguramente el interés de este público atendía a ver escenas espectaculares, pero también era receptivo a una poesía cercana a la vida y a sus situaciones dramáticas. En palabras de Arnold Hauser, “Shakespeare fue de todos modos el primero, si no el único, gran poeta en la historia del teatro que se dirigió a un público amplio y mezclado que comprendía, puede decirse, todas las capas de la sociedad. ”.

Mucho más cultista es la forma de expresión presente en sus poemas. Hay que recordar que la formación recibida por Shakespeare en su infancia y juventud fue clásica y academicista; pro otro lado, el espíritu y las circunstancias de la época exigían una poesía elitista y cortesana.

Shakespeare es poeta por doble partida: poeta épico en sus dramas, y poeta lírico (si no es redundancia decirlos) en sus sonetos. Pero dejemos que lsea la voz autorizada de algunos especialistas la que no de la magnitud de la calidad de los sonetos:
- “En los sonetos (…) se encuentra todo el contenido de su teatro, admiración, amor, celos, enredos, deslealtades, pasión, sensualidad, cambios de ánimo"; y si en las obras de teatro aparece con profusión el verso, en los sonetos alcanza el total protagonismo, desembocando en un final casi siempre memorable. Para añadir matices, el destinatario de la mayor parte de los poemas es un joven, y de otros una mujer que se interpone entre el muchacho y el poeta; la diferencia de edad y el tiempo, con mayúsculas, son el telón de fondo", añadió Rivero, quien además de director de la Casa del Libro de Sevilla, es traductor de Keats y de Tennyson, entre otros”. (Antonio Rivero Taravillo).


Notas:

[1] Esta, al igual que las demás referencias bibliofráficas, se basan en el libro Shakespeare of London, de Marchette Chute, E.. Dutton and Company nc., Publishers, New Cork. 1949.


A los niños hay que tomarlos en serio

SECRETARÍA DISTRITAL DE EDUCACION - ASOLECTURA
TERCER ENCUENTRO DE CIERRE PROGRAMA GRUPOS DE MAESTROS INTERNACIONAL SOBRE BIBLIOTECAS PÚBLICAS

Bogotá, octubre 27 2006
Biblioteca Virgilio Barco


Ponencia presentada por Silvia Castrillón.


“Los niños son simplemente niños. Los niños tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres”[1].

Sin embargo, vivimos tiempos difíciles y los niños también viven tiempos difíciles.

Me gustaría hablar hoy de un tema que me preocupa desde que inicié hace ya tres décadas un trabajo continuo con maestros y bibliotecarios orientado a promover el acceso a la cultura escrita y a contribuir a la generación de condiciones más propicias para ello desde la escuela y desde la biblioteca.

Mantengo un contacto permanente con maestros y bibliotecarios y con ellos pretendo adelantar una reflexión sobre sus prácticas y anteponer una distancia frente a ellas.

Quiero plantear aquí, de manera muy rápida, sólo algunos puntos en relación con la lectura de la literatura en el aula, puntos que, en mi concepto, precisan mayor atención por parte de los maestros y sobre los cuales sería conveniente abrir en las escuelas espacios para el debate y para mayores profundizaciones.

Corriendo el riesgo de simplificar, podría decirse que el interés por introducir la lectura de la literatura en la escuela, por fuera de los estudios literarios, tiene dos orígenes: el primero, hacer más “lúdica” la formación de lectores y complementar las prácticas de lectura con actividades que toman como modelo las de promoción que hacen las bibliotecas públicas y, el segundo, por la vía de los editores, quienes se han convertido en agentes de la promoción de la lectura, especialmente los especializados en libros para niños y jóvenes, que casi siempre son los mismos que producen los textos escolares.

Es decir que la literatura, y especialmente la llamada literatura infantil y juvenil, se introduce en la escuela con el fin de incorporar al aula materiales que complementen el texto escolar, que hasta hace unos años conducía, sin competidores, las relaciones maestro-alumno y con el afán de lograr mejores resultados en la enseñanza de la lectura, para lo cual se acompañó esta literatura con actividades lúdicas y recreativas que pretenden conjurar los esfuerzos y dificultades, que tanto para maestros como para alumnos, implica la verdadera formación de un lector.

La primera de estas reflexiones, y de la que se desprenden las demás, es la de que la escuela hace por lo general un uso extraliterario de la literatura, convirtiéndola en un instrumento con propósitos que la desvían de su verdadero sentido y que impiden una verdadera experiencia estética transformadora y enriquecedora del ser por parte de los alumnos –y de paso también de los maestros-. Ya es corriente ver cómo la literatura se selecciona y clasifica, no de acuerdo con su valor literario, sino con sus posibilidades de “trabajar” otros “valores” y temas de actualidad de supuesto interés por parte de los alumnos.

Parecería ser que la escuela no puede renunciar a encontrar en todo lo que hace una utilidad inmediata, evaluable, lo cual, seguramente, es producto de las presiones que la sociedad ejerce sobre ella para que se convierta en una institución productiva que pueda formar alumnos productivos y aptos para la convivencia.

Dentro de este contexto, se privilegian, por una parte los libros que hacen del aprendizaje de la lectura algo pretendidamente lúdico y fácil y por otra, los que contribuyen a la transmisión de valores y al tratamiento de temas “difíciles”.

Sin embargo, este tratamiento de estos temas “difíciles” no se hace con verdaderas obras literarias, sino con libros especialmente creados con fines pedagógicos y excluye verdaderas obras de arte que en la opinión de los adultos podrían ser muy duras para el público infantil.

Se omiten obras con la intención de proteger a niños y jóvenes de su realidad, obras que, en lugar de simplificar las miradas, podrían ser espacio privilegiado para contribuir a la comprensión de la complejidad del mundo. Tratamos a los niños en las escuelas –pero también las bibliotecas- como si estos no fueran habitantes de un planeta cada vez más deshumanizado.

A esta postura hacen eco y contribuyen las editoriales con los planes lectores que excluyen de sus selecciones cualquier obra que consideran lesiva de la sensibilidad del niño o por encima de su comprensión de la realidad.

Me da la impresión de que, con una actitud paternalista y protectora, amparada en la buena intención de crear para los niños ambientes que no se parezcan a los del hogar ni a los de la calle, las escuelas y las bibliotecas les niegan el derecho que tienen de ser tomados en serio y menosprecian su capacidad de observar, de comprender, de reflexionar, de cuestionar su realidad y con ello, de imaginar mundos mejores.

Este silencio con el que pretendemos hacerlos felices, no hace más que abrir brechas entre ellos y el mundo, entre ellos y nosotros y entre el presente y la posibilidad de un futuro diferente para ellos mismos.

Vivimos un mundo complejo, repleto de contradicciones, violencia e injusticia, de las cuales ellos también son víctimas. Pero también vivimos un mundo lleno de posibilidades, colmado de prodigios, que facilitarían mejorar nuestras miradas del mundo y las de los niños, pero especialmente, no asumir una actitud paternalistamente protectora contra el infortunio, sino, fortalecer en ellos su capacidad de ver el mundo con ojos diferentes y generar la esperanza en su transformación, cosa que, a juzgar por las estadísticas sobre la depresión y el suicidio juveniles y la indiferencia con que muchos jóvenes se protegen, se ha venido perdiendo de manera alarmante.

La idea de que debemos proteger al niño y de que la infancia es una especie de limbo que no debe contaminarse con la realidad es una idea relativamente reciente y surge, entre otras cosas, por el sentimiento de culpa que nos abruma cada vez que echamos una ojeada al mundo que estamos o que están construyendo algunos adultos. El mexicano Juan Domingo Argüelles, en una conferencia dictada en Bogotá recientemente, nos contaba cómo en 1959 el educador Jaime Torres Bodet planteaba tres metas para la educación: “que el niño conozca mejor que ahora el medio físico, económico y social en que va a vivir, que cobre mayor confianza en el trabajo hecho por sí mismo y que adquiera un sentido más constructivo de su responsabilidad en la acción común”. Todas estas metas consideran seriamente al niño y creo no equivocarme al pensar que si Torres Bodet viviera en los tiempos presentes agregaría a esto, la necesidad de fortalecer su capacidad de entender y transformar su realidad.

Quiero presentar un ejemplo a mi modo de ver significativo: Libros como La Isla del autor suizo residente en Australia Armin Gredel o como Juul de Gregie de Maeyor, no son vistos en muchas escuelas como adecuados para los niños, debido a que se refieren de manera muy descarnada a la realidad fuerte y conmovedora de la crueldad contra la diferencia y la ausencia de solidaridad, con el argumento de que ya llegará la hora en que ellos deban enfrentar estas y peores situaciones. Lo malo es que cuando esta hora llega no lo hace por la vía de la literatura que hubiera podido fortalecerlos y ofrecerles alternativas, sino por la del choque brutal con la realidad.

Los ejemplos se pueden multiplicar: Jesús Betz, un hermoso libro, cuyo texto e ilustraciones presentan una realidad muy cruel, pero en donde se reinvindican el amor, la esperanza y el perdón, al contrario de Zorro de Margaret Wild y Ron Brooks, que habla de la soledad y de la envidia, y es tal vez más inquietante por no presentar un feliz. O Bonsai de Christine Nöstlinger y Mi amigo el pintor de Lygia Bojunga que han sido censurados en las escuelas, el primero por tratar el tema de la homosexualidad de un adolescente y el segundo el de la amistad entre un niño y un adulto que se suicida.

Estas situaciones son contradictorias cuando estos libros -que son obras de arte-, son reemplazados por otros que, sin valor literario, ofrecen enseñanzas sobre la droga, el sida y otros temas que se dirigen a los adolescentes, pero con situaciones simplistas y esquemáticas y personajes poco verosímiles, libros muy parecidos a los llamados de autoayuda para los adultos y que en últimas lo que pretenden es reemplazar las búsquedas de sentido de los niños y los adolescentes por imposiciones sobre modos de ver el mundo.

Soy consciente de que la ausencia de reflexión dentro de las escuelas sobre estos temas es herencia de la ausencia de reflexión en todos los órdenes y en todas las instituciones. Cada vez se impone con más fuerza una manera de pensar que niega los problemas más serios del ser humano y que asocia las dificultades con la falta de dinero, de profesionalización, de acceso a las tecnologías, y otras cosas que, si bien son importantes, su solución no cambiaría mucho las cosas.

Quisiera finalizar mi intervención con un episodio de los muchos que presenta nuestra realidad colombiana y que ilustra, quizá de manera extrema, los diversos tiempos y realidades que viven los niños en el mundo entero. Se trata de un despacho de prensa citado a su vez por el poeta William Ospina: “Cuando los guerrilleros del ELN entraron en la iglesia de Ciudad Jardín, en Cali, a secuestrar a los fieles, un jovencito al ver que se acercaba un guerrillero le dijo: “Pero, por qué me va a secuestrar a mi? Yo tengo 14 años, ¡soy un niño!” El guerrillero le respondió: “Yo también tengo 14 años y soy un hombre”.

Bibliografía

Bernard, Fred y François Roca. Jesús Betz. México: FCE, 2003.

Bojunga, Lygia. Mi amigo el pintor. Bogotá: Norma, 1990.

De Maeyer, Gregie y Koen Vanmechelen. Juul. Salamanca: Lóguez, 1996.

Greder, Armin. La isla. Salamanca: Lóguez, 2003.

Nöstilinger, Christine. Bonsai. Bogotá: Norma, 1198.

Skármeta, Antonio. La composición de Antonio Skármeta, ilustrado por Alfonso Ruano. Caracas: Ediciones Ekaré, 2000.

Wild, Margaret y Ron Brooks. Zorro. Caracas: Ekaré, 2005.


Notas:

[1] Skármeta, Antonio. La composición de Antonio Skármeta, ilustrado por Alfonso Ruano. Caracas: Ediciones Ekaré, 2000.