martes, 16 de octubre de 2007

A los niños hay que tomarlos en serio

SECRETARÍA DISTRITAL DE EDUCACION - ASOLECTURA
TERCER ENCUENTRO DE CIERRE PROGRAMA GRUPOS DE MAESTROS INTERNACIONAL SOBRE BIBLIOTECAS PÚBLICAS

Bogotá, octubre 27 2006
Biblioteca Virgilio Barco


Ponencia presentada por Silvia Castrillón.


“Los niños son simplemente niños. Los niños tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres”[1].

Sin embargo, vivimos tiempos difíciles y los niños también viven tiempos difíciles.

Me gustaría hablar hoy de un tema que me preocupa desde que inicié hace ya tres décadas un trabajo continuo con maestros y bibliotecarios orientado a promover el acceso a la cultura escrita y a contribuir a la generación de condiciones más propicias para ello desde la escuela y desde la biblioteca.

Mantengo un contacto permanente con maestros y bibliotecarios y con ellos pretendo adelantar una reflexión sobre sus prácticas y anteponer una distancia frente a ellas.

Quiero plantear aquí, de manera muy rápida, sólo algunos puntos en relación con la lectura de la literatura en el aula, puntos que, en mi concepto, precisan mayor atención por parte de los maestros y sobre los cuales sería conveniente abrir en las escuelas espacios para el debate y para mayores profundizaciones.

Corriendo el riesgo de simplificar, podría decirse que el interés por introducir la lectura de la literatura en la escuela, por fuera de los estudios literarios, tiene dos orígenes: el primero, hacer más “lúdica” la formación de lectores y complementar las prácticas de lectura con actividades que toman como modelo las de promoción que hacen las bibliotecas públicas y, el segundo, por la vía de los editores, quienes se han convertido en agentes de la promoción de la lectura, especialmente los especializados en libros para niños y jóvenes, que casi siempre son los mismos que producen los textos escolares.

Es decir que la literatura, y especialmente la llamada literatura infantil y juvenil, se introduce en la escuela con el fin de incorporar al aula materiales que complementen el texto escolar, que hasta hace unos años conducía, sin competidores, las relaciones maestro-alumno y con el afán de lograr mejores resultados en la enseñanza de la lectura, para lo cual se acompañó esta literatura con actividades lúdicas y recreativas que pretenden conjurar los esfuerzos y dificultades, que tanto para maestros como para alumnos, implica la verdadera formación de un lector.

La primera de estas reflexiones, y de la que se desprenden las demás, es la de que la escuela hace por lo general un uso extraliterario de la literatura, convirtiéndola en un instrumento con propósitos que la desvían de su verdadero sentido y que impiden una verdadera experiencia estética transformadora y enriquecedora del ser por parte de los alumnos –y de paso también de los maestros-. Ya es corriente ver cómo la literatura se selecciona y clasifica, no de acuerdo con su valor literario, sino con sus posibilidades de “trabajar” otros “valores” y temas de actualidad de supuesto interés por parte de los alumnos.

Parecería ser que la escuela no puede renunciar a encontrar en todo lo que hace una utilidad inmediata, evaluable, lo cual, seguramente, es producto de las presiones que la sociedad ejerce sobre ella para que se convierta en una institución productiva que pueda formar alumnos productivos y aptos para la convivencia.

Dentro de este contexto, se privilegian, por una parte los libros que hacen del aprendizaje de la lectura algo pretendidamente lúdico y fácil y por otra, los que contribuyen a la transmisión de valores y al tratamiento de temas “difíciles”.

Sin embargo, este tratamiento de estos temas “difíciles” no se hace con verdaderas obras literarias, sino con libros especialmente creados con fines pedagógicos y excluye verdaderas obras de arte que en la opinión de los adultos podrían ser muy duras para el público infantil.

Se omiten obras con la intención de proteger a niños y jóvenes de su realidad, obras que, en lugar de simplificar las miradas, podrían ser espacio privilegiado para contribuir a la comprensión de la complejidad del mundo. Tratamos a los niños en las escuelas –pero también las bibliotecas- como si estos no fueran habitantes de un planeta cada vez más deshumanizado.

A esta postura hacen eco y contribuyen las editoriales con los planes lectores que excluyen de sus selecciones cualquier obra que consideran lesiva de la sensibilidad del niño o por encima de su comprensión de la realidad.

Me da la impresión de que, con una actitud paternalista y protectora, amparada en la buena intención de crear para los niños ambientes que no se parezcan a los del hogar ni a los de la calle, las escuelas y las bibliotecas les niegan el derecho que tienen de ser tomados en serio y menosprecian su capacidad de observar, de comprender, de reflexionar, de cuestionar su realidad y con ello, de imaginar mundos mejores.

Este silencio con el que pretendemos hacerlos felices, no hace más que abrir brechas entre ellos y el mundo, entre ellos y nosotros y entre el presente y la posibilidad de un futuro diferente para ellos mismos.

Vivimos un mundo complejo, repleto de contradicciones, violencia e injusticia, de las cuales ellos también son víctimas. Pero también vivimos un mundo lleno de posibilidades, colmado de prodigios, que facilitarían mejorar nuestras miradas del mundo y las de los niños, pero especialmente, no asumir una actitud paternalistamente protectora contra el infortunio, sino, fortalecer en ellos su capacidad de ver el mundo con ojos diferentes y generar la esperanza en su transformación, cosa que, a juzgar por las estadísticas sobre la depresión y el suicidio juveniles y la indiferencia con que muchos jóvenes se protegen, se ha venido perdiendo de manera alarmante.

La idea de que debemos proteger al niño y de que la infancia es una especie de limbo que no debe contaminarse con la realidad es una idea relativamente reciente y surge, entre otras cosas, por el sentimiento de culpa que nos abruma cada vez que echamos una ojeada al mundo que estamos o que están construyendo algunos adultos. El mexicano Juan Domingo Argüelles, en una conferencia dictada en Bogotá recientemente, nos contaba cómo en 1959 el educador Jaime Torres Bodet planteaba tres metas para la educación: “que el niño conozca mejor que ahora el medio físico, económico y social en que va a vivir, que cobre mayor confianza en el trabajo hecho por sí mismo y que adquiera un sentido más constructivo de su responsabilidad en la acción común”. Todas estas metas consideran seriamente al niño y creo no equivocarme al pensar que si Torres Bodet viviera en los tiempos presentes agregaría a esto, la necesidad de fortalecer su capacidad de entender y transformar su realidad.

Quiero presentar un ejemplo a mi modo de ver significativo: Libros como La Isla del autor suizo residente en Australia Armin Gredel o como Juul de Gregie de Maeyor, no son vistos en muchas escuelas como adecuados para los niños, debido a que se refieren de manera muy descarnada a la realidad fuerte y conmovedora de la crueldad contra la diferencia y la ausencia de solidaridad, con el argumento de que ya llegará la hora en que ellos deban enfrentar estas y peores situaciones. Lo malo es que cuando esta hora llega no lo hace por la vía de la literatura que hubiera podido fortalecerlos y ofrecerles alternativas, sino por la del choque brutal con la realidad.

Los ejemplos se pueden multiplicar: Jesús Betz, un hermoso libro, cuyo texto e ilustraciones presentan una realidad muy cruel, pero en donde se reinvindican el amor, la esperanza y el perdón, al contrario de Zorro de Margaret Wild y Ron Brooks, que habla de la soledad y de la envidia, y es tal vez más inquietante por no presentar un feliz. O Bonsai de Christine Nöstlinger y Mi amigo el pintor de Lygia Bojunga que han sido censurados en las escuelas, el primero por tratar el tema de la homosexualidad de un adolescente y el segundo el de la amistad entre un niño y un adulto que se suicida.

Estas situaciones son contradictorias cuando estos libros -que son obras de arte-, son reemplazados por otros que, sin valor literario, ofrecen enseñanzas sobre la droga, el sida y otros temas que se dirigen a los adolescentes, pero con situaciones simplistas y esquemáticas y personajes poco verosímiles, libros muy parecidos a los llamados de autoayuda para los adultos y que en últimas lo que pretenden es reemplazar las búsquedas de sentido de los niños y los adolescentes por imposiciones sobre modos de ver el mundo.

Soy consciente de que la ausencia de reflexión dentro de las escuelas sobre estos temas es herencia de la ausencia de reflexión en todos los órdenes y en todas las instituciones. Cada vez se impone con más fuerza una manera de pensar que niega los problemas más serios del ser humano y que asocia las dificultades con la falta de dinero, de profesionalización, de acceso a las tecnologías, y otras cosas que, si bien son importantes, su solución no cambiaría mucho las cosas.

Quisiera finalizar mi intervención con un episodio de los muchos que presenta nuestra realidad colombiana y que ilustra, quizá de manera extrema, los diversos tiempos y realidades que viven los niños en el mundo entero. Se trata de un despacho de prensa citado a su vez por el poeta William Ospina: “Cuando los guerrilleros del ELN entraron en la iglesia de Ciudad Jardín, en Cali, a secuestrar a los fieles, un jovencito al ver que se acercaba un guerrillero le dijo: “Pero, por qué me va a secuestrar a mi? Yo tengo 14 años, ¡soy un niño!” El guerrillero le respondió: “Yo también tengo 14 años y soy un hombre”.

Bibliografía

Bernard, Fred y François Roca. Jesús Betz. México: FCE, 2003.

Bojunga, Lygia. Mi amigo el pintor. Bogotá: Norma, 1990.

De Maeyer, Gregie y Koen Vanmechelen. Juul. Salamanca: Lóguez, 1996.

Greder, Armin. La isla. Salamanca: Lóguez, 2003.

Nöstilinger, Christine. Bonsai. Bogotá: Norma, 1198.

Skármeta, Antonio. La composición de Antonio Skármeta, ilustrado por Alfonso Ruano. Caracas: Ediciones Ekaré, 2000.

Wild, Margaret y Ron Brooks. Zorro. Caracas: Ekaré, 2005.


Notas:

[1] Skármeta, Antonio. La composición de Antonio Skármeta, ilustrado por Alfonso Ruano. Caracas: Ediciones Ekaré, 2000.

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